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 El Cielo Protector Paul Bowles
rítmico y maquinal como antes. Desde la calle en sombras un viento caliente y seco lesopló en la cara. Husmeó sus relentes de misterio y sintió nuevamente una exaltación in-sólita.La calle, cada vez menos urbana, parecía negarse a acabar, flanqueada a amboslados por cabañas. A partir de cierto punto, las luces desaparecieron y las viviendas mis-mas se hundieron en la oscuridad. Un viento del sur que soplaba de las montañas invisiblesse arrastraba sobre la vasta
 sebkha
chata hasta los bordes de la ciudad, levantando cortinasde polvo que trepaban hasta la cresta de la colina y se perdían en el aire, encima del puerto.Se detuvo. El último arrabal posible se enhebraba en el hilo de la calle. Más allá de laúltima cabaña, el basural y el camino de cascote se precipitaban bruscamente en tresdirecciones. Abajo, en la penumbra, el suelo parecía surcado de hondonadas como pequeños desfiladeros. Port alzó los ojos al cielo: la polvorienta cinta de la vía láctea parecía una gigantesca fisura en el firmamento por la que se filtraba una débil luz blanca.Oyó a lo lejos una motocicleta. Cuando se apagó su sonido se escuchó el canto intermitentede un gallo, como las notas más altas de una melodía repetida de la que el resto fuerainaudible.Comenzó a bajar por el barranco hacia la derecha, resbalando en el polvo y lasespinas de pescado. Una vez abajo, tanteó una roca que parecía limpia y se sentó. El hedor era intenso. Encendió un fósforo: vio a sus pies una espesa capa de plumas de gallina ycortezas de melón podridas. Al levantarse oyó pasos, arriba, al final de la calle. Una figurase recortaba en lo alto del terraplén. No dijo nada, pero Port estaba seguro de que lo habíavisto y seguido, sabía que estaba allí sentado. La figura encendió un cigarrillo y por unmomento Port vio un árabe tocado con una
chechia.
El fósforo trazó en el aire una parábola de luz menguante, el rostro desapareció y sólo quedó el punto rojo del cigarrillo.El gallo cantó varias veces. Por fin, el hombre exclamó:
 — Qu'est-ce ti cherches là?
«Ahora empiezan las complicaciones», pensó Port. No se movió.El árabe esperó un poco. Caminó hasta el borde mismo del declive. Una lata rodóruidosamente hacia la roca donde Port estaba sentado. — 
 He! M'sieu! Qu'est-ce ti vo?
Decidió contestar. Su francés era bueno. — ¿Quién? ¿Yo? Nada.El árabe bajó el barranco y se detuvo frente a él. Con gestos característicos deimpaciencia, casi de indignación, continuó inquiriendo: — ¿Qué haces aquí solo? ¿De dónde vienes? ¿Qué quieres? ¿Buscas algo?A lo que Port contestó, desganado: — Nada. De allá. Nada. No.Por un instante, el árabe calló, tratando de ver qué giro daría al diálogo. Aspiróvarias bocanadas profundas hasta hacer brillar el cigarrillo; después lo arrojó, exhalando elhumo. — ¿Quieres dar un paseo? —preguntó. — ¿Cómo? ¿Un paseo? ¿Adónde? — Allá —agitó el brazo en dirección a la montaña. — ¿Qué hay allá? — Nada.Hubo otro silencio entre los dos. — Te pago una copa —dijo el árabe, y agregó de inmediato: — ¿Cómo te llamas? — Jean.El árabe repitió el nombre dos veces, como si considerara sus méritos.
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 — Yo —golpeándose el pecho— Smail. Bueno, ¿vamos a beber? — No. — ¿Por qué no? — Porque no tengo ganas. — No tienes ganas. ¿Qué es lo que quieres hacer? — Nada.De pronto, toda la conversación volvió al principio. Sólo la inflexión de la voz delárabe, ahora francamente ofendido, marcaba una diferencia:
 — Qu'est-ce ti fi là? Qu'est-ce ti cherches?
Port se levantó y empezó a trepar el barranco, pero era difícil. A cada pasoresbalaba. De golpe, el árabe estuvo a su lado, tironeándole del brazo. — ¿Dónde vas, Jean?Sin contestar, Port hizo un gran esfuerzo y alcanzó la cima: — 
 Au revoir 
 —exclamó, caminando velozmente por el centro de la calle. Lo oíatrepar desesperadamente detrás; poco después estaba a su lado. — No me esperaste —dijo en tono ofendido. — No. Te dije adiós. — Voy contigo.Port no contestó. Anduvieron un buen trecho en silencio. Cuando llegaron al primer farol, el árabe metió la mano en un bolsillo y sacó una billetera gastada. Port lo miró dereojo y siguió andando. — ¡Mira! —gritó el árabe, agitando la billetera delante de sus narices. Port no miró. — ¿Qué es? —preguntó con tono brusco. — Estuve en el Quinto Batallón de Tiradores de Elite. ¡Mira el papel! ¡Verás!Port apretó el paso. Pronto empezó a aparecer gente en la calle. Nadie los miraba.Se hubiera dicho que la presencia del árabe a su lado lo volvía invisible. Pero ahora ya noestaba seguro del camino. Nunca permitiría que el otro lo advirtiera. Siguió andando enlínea recta, como si no tuviera dudas. «Llegar a lo alto de la colina y bajar», se dijo, «no puedo equivocarme.» Nada parecía familiar: las casas, las calles, los cafés, hasta la distribución de laciudad con respecto a la colina. En vez de encontrar la cima para después empezar el des-censo, descubrió que las calles subían visiblemente, cualquiera que fuese la dirección quetomara; para poder bajar tendría que dar marcha atrás. El árabe caminaba solemnemente, aveces a su lado, otras deslizándose atrás cuando no había espacio para seguir juntos. Ya notrataba de conversar; Port observó con placer que jadeaba un poco.«Puedo seguir así toda la noche si hace falta», pensó, «pero ¿cómo diablos llegaréal hotel?».De pronto llegaron a una calle no más ancha que un pasaje. Por encima de suscabezas las paredes casi se juntaban. Port vaciló un instante: no tenía ganas de meterse enese callejón y además era obvio que no llevaba al hotel. En este breve lapso, el árabevolvió a la carga: — ¿No conoces esta calle? Se llama Rue de la Mer Rouge. ¿La conoces? Ven. Haycafés árabes de este lado. Aquí cerca. Ven.Port reflexionó. Quería a toda costa seguir demostrando que conocía la ciudad.
 — Je ne sais pas si je veux y aller ce soir 
 —pensó en voz alta.El árabe, excitado, le tironeó de la manga.
 — ¡Si, si!
 —exclamó—.
¡Viens!
Te pagaré una copa. — No bebo. Es muy tarde.Dos gatos se maullaron cerca. El árabe les chistó y golpeó con los pies el suelo; losgatos huyeron en direcciones opuestas.
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 — Tomaremos té, entonces.Port suspiró. — Bien —dijo.La entrada del café era complicada. Franquearon una puerta baja, en arco, ysiguieron por un oscuro pasillo hasta desembocar en un jardincillo. Había en el aire unfuerte perfume de iris al que se agregaba un olor acre de alcantarilla. Cruzaron a oscuras el jardín y subieron una larga escalera de piedra. Desde arriba llegaba el
 staccato
de un tamtam; su indolente sonido flotaba sobre un mar de voces. — ¿Nos sentamos afuera o adentro? —preguntó el árabe. — Afuera.Port aspiró el olor estimulante del
haschich
e, inconscientemente, se alisó el pelo alllegar a lo alto de la escalera. El árabe observó hasta ese pequeño detalle: — Aquí no hay señoras, ¿sabes? — Lo sé.Por la puerta abierta echó un vistazo a una larga serie de cuartitos brillantementeiluminados y a los hombres sentados en todas partes, sobre las esteras rojas que cubrían lossuelos. Todos llevaban turbantes blancos o
chechias
rojos, detalle que daba a la escena unahomogeneidad tan grande que Port no pudo contener una exclamación al pasar delante dela puerta. Cuando llegaron a la terraza, bajo la luz de las estrellas, alguien tocabalánguidamente el
oud 
en la oscuridad, y Port dijo a su acompañante: — No sabía que aún quedaran sitios como éste en la ciudad.El árabe no entendió. — ¿Como éste? ¿En qué sentido? — Solamente de árabes. Como allí dentro. Pensé que todos los cafés eran como losde la calle, todos mezclados: judíos, franceses, españoles, árabes, todos juntos. Pensé quela guerra había cambiado todo.El árabe se echó a reír. — La guerra fue mala. Murieron muchos. No había qué comer. Eso es todo. ¿Cómoiba a cambiar los cafés? Ah, no, amigo mío. Es lo mismo de siempre.En seguida añadió: — Entonces no has estado aquí desde la guerra. ¿Pero estuviste antes? — Sí —dijo Port. Era verdad; una vez había pasado la tarde en la ciudad, en una breve escala.Llegó el té; charlaron, lo bebieron. Lentamente, la imagen de Kit sentada junto a laventana comenzó a formarse en la mente de Port. Al principio, cuando se dio cuenta, sintióuna punzada de culpabilidad. Después entró en juego su fantasía, vio la cara de Kit, suslabios furiosamente apretados, desvistiéndose y arrojando sus ropas ligeras sobre losmuebles. Seguro que había dejado de esperarlo, que se había acostado. Se encogió dehombros y se quedó pensativo, haciendo girar el resto del té en el fondo del vaso ysiguiendo con los ojos el movimiento circular. — Estás triste —dijo Smail. — No, no —alzó la vista y sonrió melancólico; después volvió a observar el vaso. — La vida es corta.
 II faut rigoler.
Port se impacientó; no se sentía con ánimos para filosofías de café. — Sí, lo sé —repuso secamente, y suspiró. Smail le pellizcó un brazo, los ojos le brillaban. — Cuando salgamos de aquí te presentaré a alguien que te gustará. — No quiero conocer a nadie —dijo Port, y añadió: — Gracias, de todos modos. — Ah, estás realmente triste —rió Smail—. Es una muchacha. Bella como la luna.
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El corazón de Port dio un salto. — Una muchacha —repitió maquinalmente, sin quitar los ojos del vaso. Le turbabacomprobar que estaba excitado. Miró a Smail. — ¿Una muchacha? Una puta, quieres decir.Smail se mostró levemente indignado. — ¿Una puta? Ah, amigo mío, no me conoces. Sería incapaz de presentarte algosemejante.
C'est de la saloperie, ça!
Es una amiga mía muy elegante, muy simpática. Ya loverás cuando la conozcas.El músico dejó de tocar el
oud.
En el interior del café cantaban los números del juego de lotería.
 — Ouahad aou tletine! ArbAïne!
¿Cuántos años tiene? —preguntó Port. Smailvaciló. — Unos dieciséis. Dieciséis o diecisiete. — O veinte o veinticinco —sugirió Port mirándolo de reojo.Smail volvió a indignarse. — ¿Qué quieres decir con veinticinco? Te digo que tiene dieciséis o diecisiete años.¿No me crees? Oye, la vas a conocer. Si no te gusta, pagas el té y nos marchamos. — ¿Y si me gusta? — En ese caso haces lo que quieras. — ¿Pero tendré que pagarle? — Pues claro que tendrás que pagarle.Port se echó a reír. — ¡Y dices que no es una puta!Smail se inclinó hacia él por encima de la mesa y dijo demostrando su gran paciencia: — Oye, Jean, es una bailarina. Hace apenas unas semanas que ha llegado de su
bled,
en el desierto. ¿Cómo va a ser una puta si no está registrada y no vive en el
quartier,
eh? Tienes que pagarle porque le ocuparás tiempo. Baila en el
quartier,
 pero no tiene nicama ni habitación. No es una puta. ¿Vamos?Port pensó un momento, miró el cielo, el jardín y toda la terraza antes de responder: — Sí, vamos. Ya.
V
Al salir del café le pareció que tomaban aproximadamente la misma dirección dedonde habían venido. Había menos gente en las calles y el aire estaba más fresco. An-duvieron un buen trecho a través de la Casbah y de golpe salieron por una de las puertas dela ciudad a un espacio alto y abierto. Allí todo era silencio y las estrellas se veían muynítidas. El placer que le producía la inesperada frescura del aire y el alivio de encontrarseotra vez al descampado, lejos de las casas con saledizo, hicieron que Port retardara la pregunta que tenía en mente: «¿Adónde vamos?» Pero mientras flanqueaban una especiede parapeto, al borde de un foso profundo y seco, terminó por hacerla. Smail contestóvagamente que la muchacha vivía con unos amigos en el borde de la ciudad. — Pero ya estamos en el campo —objetó Port. — Sí, es el campo —dijo Smail.Evidentemente, ahora se mostraba evasivo; su carácter parecía haber cambiado denuevo. El comienzo de intimidad había desaparecido. Para Port era otra vez aquella figuraoscura, anónima, que había aparecido en lo alto, entre los desperdicios, al final de la calle,fumando un cigarrillo de extremo brillante. «Todavía estás a tiempo de terminar. No des un
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 paso más. Detente. Ahora.» Pero el ritmo parejo, combinado, de sus pies era demasiado poderoso. El parapeto describió una amplia curva y el suelo bajó hacia una oscuridad más profunda. Ahora dominaban un valle abierto. — La fortaleza turca —señaló Smail martillando las piedras con los talones. — Oye —empezó Port, colérico—, ¿adónde vamos?Miró la línea desigual de montañas negras que se alzaban sobre el horizonte. — Hacia allá.Smail señaló el valle. Poco después se detuvo. — Aquí están las escaleras.Se inclinaron sobre el borde. Había una estrecha escalerilla de hierro sujeta a la pared. No tenía pasamanos y bajaba abruptamente. — Es lejos —dijo Port. — Ah, sí, es la fortaleza turca. ¿Ves aquella luz? —señaló un tenue resplandor rojoque aparecía y desaparecía, casi directamente debajo de ellos—. Es la carpa donde vive. — ¡La carpa! — Aquí no hay casas. Solamente carpas. Hay cantidad.
On descend?
Smail bajó el primero, acercándose mucho a la pared. — Pégate a las piedras —aconsejó.Al acercarse al fondo vio que el bil resplandor provenía de una hogueramoribunda encendida en un espacio abierto, entre dos grandes tiendas de nómadas.bitamente, Smail se detuvo a escuchar. Se a un murmullo confuso de vocesmasculinas. — 
 Allons-y
 —murmuró; su voz sonaba satisfecha.Llegaron al pie de la escalera. Sintieron la dureza de la tierra bajo los pies. A laizquierda, Port distinguió la silueta negra de una enorme pita en flor. — Espera aquí —susurró Smail.Port estaba por encender un cigarrillo; Smail le dio en el brazo con cólera: — ¡No! —susurró. — ¿Pero qué pasa? —empezó a decir Port, muy fastidiado por tantos misterios.Smail desapareció.Apoyado contra la fría pared de roca, Port esperó que la conversación monótona,apagada, se interrumpiera, que hubiese un cambio de saludos, pero no ocurrió nada. Lasvoces prosiguieron invariables, un chorro incesante de sonidos inexpresivos. «Habráentrado en la otra carpa», pensó. El reflejo de las brasas incendiaba un costado de la carpa:más allá reinaba la oscuridad. Se acercó unos pasos, pegado a la muralla, tratando dedistinguir la entrada, pero estaba del otro lado. Escuchó en vano lo que se decía en elinterior. Sin saber cómo, oyó de pronto la frase que había pronunciado Kit cuando él salíade la habitación: «Después de todo, es más asunto tuyo que mío.» Tampoco ahora las palabras tenían un significado especial, pero recordó el tono con que habían sido dichas:una voz herida y agresiva. Y Tunner era la causa de todo. Se enderezó. «Le hace la corte»,murmuró. Giró de golpe, se dirigió a la escalera, empezó a subir. En el sexto peldaño sedetuvo y miró en derredor. «¿Qué puedo hacer esta noche?», pensó. «Esto me sirve de pretexto para salir de aquí, porque tengo miedo. Qué diablos, nunca la conquistará.»Una figura surgió entre las dos tiendas y corrió velozmente hasta el pie de laescalera. — ¡Jean! —susurró. Port no se movió.
 — Ah! Ti est là?
¿Qué haces ahí arriba? ¡Vamos!Port bajó lentamente. Smail se acercó, lo tomó del brazo. — ¿Por qué no podemos hablar? —murmuró Port. Smail le apretó el brazo. — ¡Shh! —le hizo al oído.
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Pasaron junto a la carpa más próxima, atravesaron un alto matorral de cardos y,caminando por las piedras, llegaron a la entrada de la otra carpa. — Quítate los zapatos —ordenó Smail, quitándose las sandalias.«No es una buena idea», pensó Port. — No —dijo en voz alta. — ¡Shh! —Smail lo empujó al interior de la carpa con los zapatos todavía puestos.En el centro de la carpa, la altura era suficiente para estar de pie. Una vela corta, pegada sobre un cofre cerca de la entrada, era la única iluminación; los rincones estabancasi totalmente a oscuras. Pedazos de estera se distribuían caprichosamente por el suelo ylos objetos más heteróclitos se desparramaban en el mayor desorden. En la tienda nadie losesperaba. — Siéntate —dijo Smail, haciendo de dueño de casa. Retiró de la estera más grandeun despertador, una lata de sardinas y un overol viejo, increíblemente manchado de grasa.Port se sentó y apoyó los codos en las rodillas. En la estera contigua había una bacinillacon el esmalte saltado, llena hasta la mitad de un líquido oscuro. Había por todas partesmendrugos de pan duro. Encendió un cigarrillo sin convidar a Smail, que se quedó en laentrada, mirando hacia fuera.Y de pronto entró: era una muchacha delgada, de aspecto huraño, con grandes ojososcuros. Estaba inmaculadamente vestida de blanco, con un turbante blanco que le estirabael pelo hacia atrás, destacando los tatuajes azules de la frente. Ya dentro de la carpa, sequedó inmóvil, observando a Port con una mirada —pensó— como la del toro joven queda los primeros pasos en la arena fulgurante. Lo miraba en silencio con desconcierto, contemor, en espera pasiva. — ¡Ah, aquí está! —dijo Smail, siempre en voz baja—. Se llama Marhnia —espe-ró un instante. Port se puso de pie y se acercó a la muchacha para darle la mano. — No habla francés —explicó Smail. Sin sonreír, ella rozó con su mano la de Porty alzó los dedos hasta los labios. Se inclinó y dijo casi en un susurro:
 — Ya sidi, la bess âlik? Eglès, barakalaoufik.
Con graciosa dignidad y un peculiar pudor en los gestos, despegó del cofre la velaencendida y fue al fondo de la carpa, donde una manta colgada del techo formaba unaespecie de alcoba. Antes de desaparecer detrás de la manta se volvió hacia ellos y dijo conun gesto:
 —Agi! Agi! menah!
Los dos hombres la siguieron al interior de la alcoba; un viejo colchón tendidosobre unos cajones bajos la transformaba en saloncito. Junto al diván improvisado habíauna miscula mesita de y al lado, sobre la estera, una pila de almohadonesapelotonados. La muchacha puso la vela sobre el suelo de tierra y comenzó a distribuir losalmohadones a lo largo del colchón.
 — Essmah!
 —dijo dirigiéndose a Port; y a Smail—:
Tsekellem bellatsi
 —despuéssalió.Smail se echó a reír y repuso en voz baja: — 
 Fhemtek.
Port estaba intrigado por la muchacha, pero la barrera del idioma le molestaba, y leirritaba aún más el hecho de que ella y Smail pudieran conversar en su presencia. — Ha ido a buscar fuego —explicó Smail. — Sí, sí —dijo Port—. ¿Pero por qué tenemos que hablar susurrando?Smail señaló la entrada con una mirada: — Los hombres de la otra carpa.La muchacha volvió en seguida con un recipiente de barro lleno de ascuas brillantes. Mientras hacía hervir el agua y preparaba el té, Smail charlaba con ella. Sus res-
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